viernes, 27 de enero de 2012

Día 3

La ciudad del comienzo tiene un minibar lleno de botellas vacías y cáscaras secas de naranja. Se dice que el aire comprimido es una masa tan pesada como las historias de gatos en los inviernos cálidos. Hay algo parecido a la caída libre en la posibilidad de domicilio itinerante, en quien refugia sus pies fríos entre el pelo de las ardillas de Hyde Park, luego querrías llevártelas a casa pero ya tarde, en la cama, cuando las mandíbulas rozan las palabras por inercia es probable que muerdan las orillas de los muebles o la arquitectura líquida de las sombras. Decía que la ciudad del comienzo contiene al serrucho y al escombro como quien sostiene una antorcha o bebe té aproximándose al protocolo oportuno a la hora correcta en que se detienen los relojes, así escondidos. Es probable que no haya sitio para los poemas intimistas o para las razones de convertirse en esa herida, en esa valiente herida que se muestra y dice puta y dice todas las demás palabras malsonantes, una tras otra, y después siempre hay quien las celebra y aplaude como si nunca hubiera visto a un pájaro cagar una solapa y únicamente esa mujer poeta, chincheta brillante. Es difícil caminar en dirección opuesta y decidir no encontrarse en un espejo de teclas que no suenan demasiado melódicas y es cierto, estás en lo cierto, la ciudad del comienzo lleva la niebla en los bolsillos como quien lleva caramelos que echarse de vez en cuando a la boca o alimentarse de las libélulas que zumban en Madrid, añorando un río grande donde nunca aparecerá el hombre civilizado. Y ya lo he hecho, eso de nombrarte que es como nombrar mi nombre en Normandía, no más de una o tres veces al día, y aparecer plagada de señuelos. Quería hablar de la ciudad del comienzo y decir que es una planta a media tarde, un centauro, una estilográfica, las cuarenta y ocho horas de un abrazo o el camerino donde siempre disfrazados se anudan muestras de cariño a la conciencia, pero aparece este pequeño planeta constantemente persistente, violento y tornasolado, con esta alarma de espanto subiéndome los humos. Llegados a este punto la ciudad del comienzo se disipa como la prórroga de un acantilado y luego queda, tan solo, acurrucarse en sus trágicos atisbos de esperanza o recordar llorar de vez en cuando ante un plato de carne.

n.m.

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